Donde nadie más había mirado

A veces no es el remedio lo que importa, sino que el médico te mire a los ojos.

No es la cura lo que se busca, sino el consuelo. Y si alguien llega, aunque sea tarde, aunque venga sucio, torcido o con las manos manchadas, pero llega y pone un «parche curita», en tus heridas, donde nadie más había mirado, entonces algo cambia.

Ese alguien —por muy ruin que sea— se transforma, por un momento, en alguien digno de escuchar. Porque en la tierra de los rotos, quien se agacha a recoger los pedazos —aunque no sepa pegarlos bien— se vuelve artesano de esperanzas.

El populismo no nace del vacío ni de la ignorancia. Esa lectura elitista es parte del problema. El populismo brota cuando se acumula el abandono, cuando las promesas se desgastan como papel viejo y nos quedamos solos con el dolor. No es un invento maquiavélico, es una consecuencia emocional del «desgobierno» de las emociones colectivas.

Porque votar no siempre es un acto racional. Votar puede ser un acto de amor. De dolor. De rabia. Votar es también gritar. Es empujar un papel dentro de una urna como quien lanza una piedra al río esperando oír aunque sea un eco.

Y en esa mezcla de resentimiento y deseo, de abandono y necesidad, el populismo se disfraza de esperanza.

El voto no es una encuesta, es un grito

A quienes terminan votando por una opción populista, no los mueve una fórmula técnica. No se les convence con datos. No se les detienen con gráficos. Porque en ese momento no estan votando con la cabeza, sino con el estómago. Con el corazón apretado. Con la frustración a flor de piel.

El populismo no necesita tener razón, solo necesita tener relato. Uno que resuene en el alma de quienes hemos sentido que no importamos. Uno que diga “te veo”. Aunque sea mentira. Uno que hable en nuestro idioma, con nuestras rabias, nuestras urgencias, nuestras heridas.

Y claro, desde los escritorios, muchos se preguntan. “¿Cómo pueden votar por ese discurso?”. Y la respuesta es simple, porque al menos fue un discurso que nos nombró. Porque cuando llevas años sin que nadie te mire, el primero que lo hace —aunque venga con cadenas— puede parecer liberador.

Chile. Se ha convertido en tierra fértil para el populismo

Hay países donde el populismo se abre paso con fuerza. En otros, apenas roza la superficie. Chile, en cambio, lo recibe como tierra arada por décadas de desencanto.

Aquí, durante años, aprendimos a votar con el ceño fruncido. A elegir con resignación. A mirar la política como ese ruido de fondo que no nos pertenece, pero que igual define nuestra vida. Se nos enseñó que la política era cosa de expertos, de otros. Y a fuerza de sentirnos ajenos, empezamos a buscar voces que hablaran como nosotros, no por nosotros.

La herida chilena es silenciosa, pero profunda. No es una gran tragedia, es una suma de pequeñas traiciones:

  • Promesas no cumplidas.
  • Vidas postergadas.
  • Derechos convertidos en trámites.
  • Votaciones que no cambiaron nada.
  • Autoridades que llegaron con palabras nuevas y nos impusieron viejas ideas.

Así se fue formando una sociedad descreída, emocionalmente huérfana, donde la confianza se volvió un bien escaso, casi ridículo. En ese escenario, el discurso populista no necesita hacer mucho. Basta con interpelar, señalar y ofrecer una salida fácil. Porque cuando la esperanza se agota, lo simple se vuelve tentador.

Y en Chile, lo simple ha sido vendido tantas veces como solución que ya casi no importa si es verdad o no. Lo que importa es que suene distinto. Que suene cercano. Que suene a uno.

La política tradicional cavó su propia tumba

El populismo no surge porque sí. Tampoco llega por accidente. Llega cuando la política tradicional —la que debió cuidar, escuchar y corregir— se aleja, se tecnocratiza, se vuelve insensible.

Y eso pasó aquí.

La política chilena pasó de ser un acto social a convertirse en una industria de expertos. Mientras las personas vivían la precariedad, la política debatía modelos. Mientras la frustración crecía, los análisis se multiplicaban. Y mientras la rabia buscaba una salida, se la respondía con comités «de expertos» que evacuaban informes para expertos.

Ahí está el error. No se trata de que la técnica no importe. Se trata de que sin vínculo, la técnica no alcanza. El populismo, entonces, no es solo una amenaza externa. Es también una consecuencia directa del abandono emocional de la política real.

Quien no escucha, termina siendo reemplazado por quien grita. Quien no mira a los ojos, termina siendo desplazado por quien apunta con el dedo. Y quien no abraza, termina perdiendo frente a quien —al menos— ofrece una mano, aunque sea sucia.

El reflejo en el espejo

El populismo no es un monstruo que llegó desde afuera. Es un espejo. Uno que devuelve una imagen incómoda, distorsionada, pero verdadera. La de una sociedad que no supo cuidar sus vínculos, que dejó de hablarse a los ojos, que convirtió el desacuerdo en trinchera y el dolor en paisaje.

Y si ese espejo nos muestra a alguien gritando, es porque hemos estado demasiado tiempo en silencio. Si muestra a alguien señalando culpables, es porque nadie más quiso hacerse cargo. Y si muestra a miles aplaudiendo soluciones imposibles, es porque ya dejaron de creer en las posibles.

El populismo crece donde la indiferencia se volvió costumbre, donde el abandono se volvió sistema, y donde la frustración se acumuló en la guata hasta volverse voto. Y no se combate con burla. No se disuelve con tecnicismos. No se neutraliza desde la distancia.

Porque el populismo no es solo un discurso. Es un síntoma. Y como todo síntoma, si solo lo atacas y no lo entiendes, vuelve. Más fuerte. Más violento. Más seductor.

La salida no es hacia afuera, es hacia adentro

Lo contrario del populismo no es la elite. Lo contrario del populismo es el vínculo. La escucha activa. La política que se ensucia los zapatos. La palabra que no llega tarde. El gesto que no espera elecciones. La verdad dicha con humanidad. La emoción canalizada, no explotada. Chile no necesita más salvadores. Necesita más «autoridades» que estén.

Más «politícos» dispuestas a mirar el dolor ajeno sin convertirlo en consigna. Más liderazgos que se atrevan a caminar lento, pero con otros. Más política que no le tenga miedo a llorar con su pueblo, y tampoco a decirle que no cuando sea necesario.

Porque solo cuando volvamos a hablarnos sin máscaras, sin miedo, sin condescendencia, vamos a poder dejar de mirar al populismo como amenaza, y empezar a verlo como lo que realmente es. Una advertencia brutal de lo que pasa cuando dejamos de cuidarnos.

Fotógrafo y Comunicador Visual de formación, especializado en desarrollo web, neuroventas y marketing digital. Escribo artículos de opinión sobre política, libros y tecnología, temas que entrelazo desde una mirada crítica, curiosa y profundamente humana. Creo en el poder de las ideas para incomodar, inspirar y transformar.

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