En estos días, tras su muerte, han proliferado los análisis y recomendaciones respecto a la obra de Mario Vargas Llosa. Sin embargo me ha llamado la atención que el dicho «todos los muertos son buenos» no calza del todo con los comentarios surgidos tras su muerte. El consenso se instala en cuanto la maestría y excelencia en sus dotes como narrador de ficción; pero a la hora de atender a su rol como ensayista o activista político aparece, muy fácilmente, el disenso y la crítica.

Es sobre este último aspecto al que quiero referirme desde este espacio. Lo primero, atender a la dimensión ideológica de su rol como intelectual es, sin duda, sinceridad pura. Vargas Llosa no sólo nunca ocultó sus posiciones políticas, al contrario, siempre la expuso con pasión y orgullo.  Tanto en su etapa revolucionario pro Revolución Cubana en los ’60 como cuando abrazó el liberalismo con pasión a mediados de los ’70.

En redes han circulado textos e imágenes del recuerdo que dan cuenta de sus convicciones y la diatriba que utiliza a la hora de exponer sus puntos de vista.

UN INTELECTUAL ORGÁNICO

Gramsci define al intelectual orgánico como aquel que emerge de una clase social determinada y actúa como su portavoz cultural e ideológico, legitimando sus valores y dirigiendo su proyecto histórico. Tal definición calza muy bien con Vargas Llosa que adscribe, en la mayor parte de su vida, con el modernismo liberal.

Ejerció su influencia en la política peruana hasta el fin de sus días, tomó partido y decisiones (algunas de ellas muy cuestionables, incluso desde la mirada del liberalismo) que pretendían mantener un liderazgo presente y comprometido.

Como referente intelectual y político fue invitado en innumerables oportunidades a ser parte del debate político en todos los países de la región latinoamericana. Memorable es su definición de la democracia mexicana liderada por el PRI como «la dictadura perfecta»; sus apoyos a candidatos de derecha en varias elecciones presidenciales de distintos países; su amistad con Piñera que le hizo desviar la vista sobre los errores de la conducción del Presidente chileno; en Chile, también, llamó a votar por Kast y no por Boric en su momento; en fin.

Tuvo aciertos sin duda en condenar la Dictadura Cubana a temprana hora o cuando rotuló a la derecha chilena (que se autoidentificaba como liberal) como una «derecha cavernaria» por su oposición a los avances culturales en materia valórica. O cuando declaró que «ninguna dictadura es buena, todas son malas» en medio un foro cuando un pinochetista chileno trató de reivindicar su Dictador frente a Maduro.

Pero, raya para la suma, al al final sus escritos y propuestas rondan sobre las ideas de libertad en materia económica y política. Ello lo puso, incluso, al centro del espectro politico, en un continente marcado por la derecha conservadora, terrateniente y oligopólica.

UN HOMBRE QUE TOMA PARTIDO

Más que un simple creador literario, Vargas Llosa es un intelectual orgánico del liberalismo: su obra y su discurso público han articulado una defensa sistemática de la democracia representativa, el mercado libre y la libertad individual.

Desde sus primeros textos políticos —como Contra viento y marea— hasta sus artículos en prensa y su participación en debates internacionales, Vargas Llosa ha encarnado el modelo del intelectual comprometido.

La narrativa de Vargas Llosa interroga la relación entre poder, fanatismo y libertad individual, adelantando en muchos casos las tesis que más tarde desarrollará en ensayos como La llamada de la tribu. La literatura, en su caso, es una herramienta pedagógica: un modo de formar una conciencia ciudadana crítica frente al autoritarismo y el colectivismo.

Obras como La guerra del fin del mundo, Conversación en La Catedral o El sueño del celta no solo son logros estéticos, sino también vehículos de reflexión política.

En tiempos donde el papel del intelectual es cada vez más cuestionado, Mario Vargas Llosa sigue encarnando una figura relevante: la del pensador público que no solo interpreta el mundo, sino que busca incidir en él.

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