Conversando estos días con Galo Ghigliotto le pedí que describiera ,en lo medular, su última novela, El Museo de la Bruma: Es un artefacto, dijo, … nada más preciso y descriptivo.

El «Museo de la Bruma» es un catálogo de las piezas rescatadas y «sobrevivientes» de un museo patagón destruido por un incendio. Cada una de esas piezas está clasificada e inventariada en función de las tres salones originales del recinto: Salón Popper; salón Rauff y el salón Chatwin-Malllard.

La región de Magallanes ha sido potenciado como tema literario en los últimos años y cautiva por estos días, incluso antes del proceso electoral. Sea por el aniversario de los 500 años de la travesía del navegante portugués o, simplemente, porque muchos han descubierto lo particular de su paisaje físico y humano. Esa impronta de frontera, de límite, de estar al borde del abismo o de la gloria prometida para los triunfadores.

Pero Magallanes no es solo un espacio en donde lidien la naturaleza y quienes intentan dominarla; es también un lugar en donde donde los humanos han perdido la batalla contra si mismos y son protagonistas de hechos que lo que menos tienen es expresión de humanidad.

De eso mismo trata El Museo de la Bruma, de cómo la historia de la ocupación (colonización) del fin del mundo está marcada por el exterminio, la anulación del otro, la negación de la cultura del otro. Ahí están los testimonios de los colonizadores que visten de gesta la persecución por las pampas de familias enteras de Selk’Man; las cartas de los niños indígenas a sus madres, desde los hogares para indios administrados por la iglesia católica o la venta y repartición de esclavos indígenas.

También hay un espacio especial para Walter Rauff y su vida en Chile. El ex jerarca nazi, acusado de ocasionar 97 mil muertes en el Holocausto, huyó de la justicia internacional bajo el patrocinio de la Cruz Roja Internacional y la Iglesia Católica y, tras un largo derrotero, obtuvo protección del Estado chileno,  vivió en Magallanes hasta su muerte en 1984. Rauff ha quedado consignado en la historia, por su genio macabro, al inventar las cámaras de gas móviles que permitió exterminar a mayor numero de personas en menos tiempo.

El museo contempla la presencia nazi en el territorio y hace «conversar» el exterminio llevado a cabo por el Tercer Reich durante la segunda Guerra Mundial con este genocidio de onas y selkman en tierras patagonas. Porque, finalmente, ambos son casos de inhumanidad, que también tienen su vida cotidiana; cada pieza de este museo nos horroriza no sólo por lo que se puede deducir de ellas, sino también porque en ellas se deja ver naturalidad y aceptación.

La propuesta narrativa de Ghigliotto es novedosa y a la vez arriesgada, no porque requiera de lectores más avezados, sino más cómplices. Con todo si entras al juego podrás disfrutar del Museo de la Bruma como un experiencia distinta, donde se entregan diversos elementos para construir una sola historia con múltiples voces, la nuestra incluida.

«Una tarde, subiendo un cerro, divisé del otro lado a un indio caminando sólo sobre la pampa. Era un adulto robusto, que no parecía perdido, con arco y flecha en mano rodeando un mato donde de vez en cuando los guanacos paraban a pastar.  A su alrededor la pampa se ampliaba dejándolo en el centro, una diana perfecta para un tirador de larga distancia que quisiera practicar. Estaba a unos quinientos metros. Calculé el tiro: el rango de tiro efectivo de ese rifle era de 450 metros, aunque algunos aseguraban haber acertado a novecientos metros. Había una posibilidad. Junté piedras y formé una pirámide. Me lancé bocabajo. El indio seguía avanzando, a paso rápido. Ya estaba a unos setecientos metros. Apoyé el cañón sobre el montículo, calcé el alza con el punto de mira justo a su cabeza y luego moví milimétricamente el cañón hasta la posición que sabía era la correcta…»

Pieza 707. Relato de William Tell, ganadero Tierra del Fuego (1900)

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