Hubo un tiempo en que las revoluciones hacían ruido. Gritos en la plaza, panfletos clandestinos, barricadas improvisadas. Hoy, en cambio, todo está sucediendo en silencio. Bajo la epidermis del mundo, entre paquetes de datos y decisiones automatizadas, se gesta una mutación sin proclamas. Se llama Inteligencia Artificial. Y no está viniendo. Ya llegó.
No viene a servirnos, tampoco a destruirnos. Viene a reemplazarnos donde más nos dolía el orgullo, la mente. Escribe, compone, diagnostica, resuelve. Con eficacia, con frialdad, con velocidad. La IA no tiene hambre, no se cansa, no pregunta por qué. Y eso, lejos de tranquilizarnos, debería estremecernos. Porque estamos delegando el pensamiento sin preguntarnos qué significa pensar.
La IA no razona ni comprende, pero simula tan bien que ya nadie se molesta en notar la diferencia. Lo importante no es si piensa, sino que parezca que lo hace. Y mientras tanto, nosotros, en una siesta cívica peligrosa, la dejamos ocupar espacios sin resistencia. Del aula al hospital. Del parlamento a la mesa de noche. De la conciencia al algoritmo.
El problema no es que una máquina nos gane en ajedrez o en matemáticas. El problema es que empiece a definir quién consigue trabajo, quién merece un crédito, quién debe ser vigilado. Sin rostro, sin firma, sin responsabilidad. Y con datos contaminados por nuestra historia de desigualdad. Racismo, clasismo, sexismo. Todo empaquetado y optimizado para decisiones «eficientes».
Chile no es excepción. Sistemas predictivos en seguridad, algoritmos en procesos de selección de personal, plataformas que definen si mereces un crédito. Todo esto sin regulación real, sin auditoría efectiva, sin control democrático. Nos está gobernando un software que nadie eligió, entrenado por sesgos que nadie revisó. Lo peor es que no lo notamos. O peor aún. Nos da lo mismo.
La brecha no es solo digital. Es política. Mientras la tecnología avanza a la velocidad del pulgar, nuestras instituciones operan en modo fax. Los diagnósticos abundan. Las acciones brillan por su ausencia. Tenemos leyes que llegan con retraso, marcos éticos sin dientes, y una opinión pública saturada de titulares que no alcanzan a procesar lo que está en juego.
Y lo que está en juego es mucho más que empleos. Es la forma misma en que entendemos lo humano. La IA está redibujando el mapa de habilidades. Ya no se premia la memoria, ni siquiera la eficiencia. Se premia lo irremplazable. La empatía, la creatividad genuina, la ética, el pensamiento crítico. Pero nuestro sistema educativo sigue aferrado a un siglo que ya caducó. Prepara para rendir, no para pensar. Y mientras tanto, las máquinas aprenden. Rápido.
La desigualdad, como siempre, encuentra formas nuevas de enquistarse. El acceso a las mejores herramientas de IA es desigual. Las versiones más potentes, las funciones más sofisticadas, están disponibles solo para quienes pueden pagarlas. Y eso perpetúa un círculo vicioso. Los privilegiados automatizan, los vulnerables se automatizan. Unos mandan, otros obedecen al algoritmo.
Pero no se equivoquen, esto no es ciencia ficción. Es presente puro. La IA ya interviene en elecciones, ya modela comportamientos, ya decide qué leeremos mañana. Y lo hace con una eficacia que Goebbels no se habría atrevido ni a soñar.
La regulación es urgente, pero no suficiente. No se trata solo de poner cercos. Se trata de decidir qué humanidad queremos proyectar. Se trata de pensar colectivamente cuáles son los límites éticos de la delegación tecnológica. De exigir transparencia, trazabilidad, justicia algorítmica. De proteger lo humano no por nostalgia, sino por dignidad.
Algunos países ya lo están haciendo. Chile también intenta, con una política nacional y proyectos legislativos que, aunque valiosos, llegan tarde y cojeando. Ahora, en este momento, no hay agencia nacional que fiscalice, no hay auditorías independientes obligatorias, no hay campañas masivas de alfabetización digital crítica. Hay diagnósticos, si. Diagnósticos. Y más diagnósticos.
La IA no es buena ni mala. Es una herramienta de poder. Y como todo poder, sin contrapesos, se desborda. No hay que temerle a la máquina. Hay que temerle a nuestra pasividad, a nuestra pereza para comprender, a nuestra cobardía para decidir. Porque en la historia de las civilizaciones, nunca fue la espada la que perdió la batalla. Fue el brazo que se negó a alzarla.
La revolución no será televisada. Será predicha, optimizada y ejecutada por una red neuronal. Y si no reaccionamos, también será irreversible.
La pregunta ya no es si vamos a liderar el cambio. La pregunta es si vamos a sobrevivirlo sin entregarle el alma a la interfaz.
Déjese por advertido.