Las acciones y decretos impulsados por Donald Trump durante su turbulento aterrizaje en la Casa Blanca no solo han tenido un impacto profundo en Estados Unidos, sino que también han enviado ondas expansivas a nivel global, influyendo en discursos y comportamientos políticos en otras latitudes. Chile, un país con una democracia estable y de larga data, no ha sido ajeno a este fenómeno. A pesar de contar con instituciones sólidas y una tradición democrática que se remonta a inicios de 1800, en los últimos años hemos visto emerger liderazgos populistas que, inspirados en el estilo de Trump, han adoptado un lenguaje divisivo y propuestas extremas que amenazan con erosionar los pilares de nuestro sistema de convivencia.
Ejemplos como Johannes Kaiser, con su retórica incendiaria y su enfoque en la confrontación más que en el diálogo, o incluso declaraciones como las de Evelyn Matthei, quien en un momento llegó a sugerir el uso de dinamita en la frontera para frenar la migración ilegal, reflejan una peligrosa tendencia a normalizar discursos que priorizan el miedo y la exclusión sobre los valores democráticos. Estas posturas, aunque puedan parecer efectistas o incluso anecdóticas, envían un mensaje preocupante, que es aceptable sacrificar los principios de respeto, tolerancia y Estado de derecho en aras de soluciones rápidas y populistas.
El problema radica en que estas propuestas no solo son éticamente cuestionables, sino que también son profundamente dañinas para la cohesión social y la estabilidad democrática. Cuando líderes políticos promueven ideas que estigmatizan a grupos específicos, como los migrantes, o que fomentan la desconfianza hacia las instituciones, están sembrando las semillas de la polarización y el autoritarismo. En un país como Chile, que ha construido una democracia estable y respetada, este tipo de discursos representa un retroceso peligroso que no podemos permitirnos.
La experiencia de Trump en Estados Unidos nos muestra adónde puede llevar este camino. Su presidencia estuvo marcada por un constante ataque a las instituciones, la normalización de la mentira como herramienta política y la promoción de un nacionalismo excluyente. Estas prácticas no solo dividieron profundamente a la sociedad estadounidense, sino que también debilitaron la credibilidad de su establishment. Si Chile permite que figuras locales sigan este mismo guion, corre el riesgo de caer en una espiral de desconfianza y confrontación que podría dañar nuestra cultura política.
La democracia no es un logro estático, es un proceso que se construye y se cuida permanentemente. Requiere de ciudadanos informados, instituciones sólidas y líderes comprometidos con los valores de la tolerancia, el diálogo y el respeto a los derechos humanos. Las conductas y discursos que imitan el estilo de Trump, lejos de fortalecer nuestra democracia, la ponen en peligro. Frente a esto, es responsabilidad de todos: ciudadanos, medios de comunicación, organizaciones sociales y líderes políticos, rechazar estas prácticas y defender los principios que nos permiten vivir en libertad y justicia.
El populismo y el autoritarismo no son opciones viables para Chile ni para ninguna democracia. Las lecciones que nos deja la presidencia de Trump son claras, cuando se normaliza la división, el desprecio por las instituciones y la promoción de soluciones extremas, el resultado es un debilitamiento del sistema democrático. Chile, con su democracia estable y de larga data, tiene la oportunidad de aprender de estos errores y optar por un camino distinto, uno en el que prevalezca el respeto, el diálogo y la construcción de una sociedad más inclusiva. La democracia no es un regalo, es una responsabilidad que debemos proteger cada día.