Chile, y el mundo, atraviesan por una crisis de sentido. El capitalismo destruyó la comunidad y alzó como el mayor logró de los seres humanos el individualismo. Al mismo tiempo la globalización que, como nos señala Zygmunt Baumann, transformó nuestra idea del tiempo y el espacio en una sociedad de la información (Castells), veloz, que se contrapone a la identidad del territorio.
Hoy esa es la tensión en conflicto, entre ser personas hiperconectadas a través de la internet consumiendo imágenes, símbolos de diversas culturas pero donde ya no sabemos bien quiénes somos.
Las nuevas comunidades ya no están en el barrio, en la ciudad, sino que, en la red. Allí están los nuevos sólidos que le dan sentido a muchos grupos de personas que, perdidas en el mundo real, son desintegradas por sentirse económica y socialmente excluidas. Ellas encuentran en las redes sociales y grupos virtuales un lugar donde logran un status, un lugar que existe para ellos, que no les excluye, que no los discrimina, ni por su forma de vestir, hablar, o el colegio donde estudiaron. Porque en definitiva esa desigualdad se transforma en resentimiento, en violencia y desapego de las instituciones, normas, perdiendo aquella idea de que somos parte de una misma “casa”.
El estallido social, visto como proceso de acumulación de micro procesos durante largas décadas, fue entonces la erupción material y simbólica de grupos de personas que por diferentes razones estaban fuera de las reglas de una sociedad que funciona para una minoría, y donde la mayoría subsiste a través de la falsa idea de bienestar que nos proporciona el crédito financiero y la evasión de los vídeos de 15 segundos o la televisión.
El sistema político no supo (no supimos) reaccionar en principio a una ola inentendible para las pautas tradicionales, los mecanismos de administración del conflicto. Nuestras herramientas quedaron completamente obsoletas hasta que el concurso de una mayoría transversal permitió dar una cauce institucional, democrático y pacífico que pareció en principio dar calma a una masa enorme de disconformes con el sistema económico, político y social en el que se encuentran.
El proceso de nueva constitución se abre con nuevas reglas: plebiscito de entrada, elección de constituyentes, la posibilidad de que gente sin partido pudiera también ser parte de las decisiones. La paridad de género y los pueblos originarios entraron exultantes de gloria frente a la posibilidad de por fin ostentar el poder y poner las reglas a su favor.
Nuestras herramientas quedaron completamente obsoletas hasta que el concurso de una mayoría transversal permitió dar una cauce institucional, democrático y pacífico que pareció en principio dar calma a una masa enorme de disconformes con el sistema económico, político y social en el que se encuentran.
Sin embargo, hubo una premisa equivocada. Creer que la mayoría electoral del plebiscito y la elección de constituyentes era suficiente para acabar con una máquina de poder y estructura global que tiene no sólo la capacidad de subsistir, sino que como cualquier otro sistema, éste aprende y da saltos evolutivos para continuar adaptándose.
No fue ingenuidad, la verdad es que se quedaron atrapados en la misma droga que nos consume a la humanidad desde la tomamos conciencia de nosotros mismos, el poder.
Las mayorías electorales en un mundo altamente veloz, líquido, gaseoso quizás, no duran demasiado y deben ser siempre tomadas como una fotografía, como una historia de Instagram que luego de un tiempo desaparece para dar lugar a una nueva historia, un nuevo momento.
El sistema tradicional se sacudió el polvo, comprendió lo que ocurre y se adaptó. Consciente que su poder reorganizado tiene mayor alcance y aturdidas las masas por la pandemia que alcanzaron en el mayor temor de un ser vivo (la muerte), se inició el contraataque.
Las y los constituyentes no alcanzaron sino hasta muy tarde a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. A las afueras de la convención el mundo no dejó de girar y los problemas subyacentes persistían y volvieron a envolver a las personas en ese mundo excluyente y desintegrador. Delincuencia, falta de dinero, créditos, aspiraciones, pérdida de empleo, salud, vivienda. Todas las mismas calamidades no se estaban resolviendo en aquel lugar llamado convención constitucional, sino que seguían siendo parte de los problemas y necesidades de la población.
Las y los constituyentes no alcanzaron sino hasta muy tarde a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. A las afueras de la convención el mundo no dejó de girar y los problemas subyacentes persistían y volvieron a envolver a las personas en ese mundo excluyente y desintegrado
El tercer aire de esperanza fue la elección del presidente Boric. “Queremos ya un presidente joven…” versaba la canción del argentino que pareció ser escrita justo para este momento. Con más votos que cualquier presidente en la historia de Chile, llegaba triunfante a la Moneda y con un discurso digno de los mejores escuchados en los últimos tiempos. ¡Ahora sí! Pero una vez más la realidad nos azota contra el suelo. Chile es parte del mundo y dentro de él a diferencia de lo ocurrido en la convención, la elección del congreso mostró que si bien existió una causa común (el presidente) como representación del instrumento de superación de las necesidades, no existe la misma correlación para materializar dicha meta. El congreso en ambas cámaras quedó fragmentado y dividido, simbolizando con mayor nitidez la situación real de la sociedad chilena. Queremos más o menos lo mismo, pero cada grupo toma diferentes caminos para llegar a la meta.
Las expectativas nuevamente se diluyen en el lento andar de la maquina burocrática. La realidad de tener que gobernar y enfrentar cientos de situaciones complejas al mismo tiempo con equipos sin mayor experiencia, ralentizan la adaptación. Era más simple sólo denunciar el problema que hacerse cargo de él. Es como querer arrancar un juego de última generación en un Windows 98. Las metas se vuelven más lejanas, la gente siente que todo parece ser en vano.
Si el cambio no es lo que prometieron, entonces quedémonos con lo que tenemos que al menos ya sé cómo funciona y podré defenderme. Es difícil de explicar como la certidumbre de que todo cambiaría, se convierte en incertidumbre amenazando la única solidez que parece aún firme: uno mismo. La capacidad de creer que conducimos nuestro propio futuro. Allí está el límite. Mientras sigamos creyendo que somos constructores de nuestra propia vida, entonces aún existe un lugar que da sentido a la vida de las personas y por lo tanto es el único que no se permitirá derribar.
Sólo la comprensión contraintuitiva de que seguir como estamos no es un paso hacia el futuro, sino que a la obsolescencia nos permitirá nuevamente ver la posibilidad cierta de que el cambio es más que una esperanza, es un escenario donde podemos estar mejor. Las nuevas reglas de la constitución no cambiarán todo el sistema, ya hemos dicho aquí de que eso no es posible. Sin embargo, su transformación permitirá nuevos desarrollos, nuevas reglas que apuntan a la mejor integración de la sociedad actual, a la recuperación en el largo plazo y en otras futuras generaciones del sentido de comunidad, de la capacidad de encontrar lugares comunes a personas diversas, y que ese vuelva a ser el elemento de cohesión que la humanidad necesita para enfrentar los cambios vertiginosos de la tecnología que amenaza justamente con extinguirnos.
Es también una reafirmación de la democracia como método de gobernanza de los problemas, de la solución a través de la paz y no del conflicto y la violencia.
El paso que nos crea el plebiscito de salida debe ser comprendido como una parte más del todo, y no como un lugar definitivo, porque eso no existe. Es un paso para mejorar adaptativamente en una larga carrera por evolucionar.